martes, 8 de septiembre de 2009

Vida Anglicana- Pentecostes 2009

Editorial


“Y quedaron llenos del Espíritu Santo y se pusieron a hablar en idiomas distintos, en los cuales el Espíritu les concedía expresarse” (Hch 2, 4).


Celebramos con júbilo la fiesta de Pentecostés, la venida del Espíritu Santo sobre los apóstoles. Según San Lucas, el evento tuvo lugar cincuenta días después de la Resurrección del Señor. Es para los cristianos de la Iglesia, extendida por toda la tierra, una ocasión especial para renovarnos bajo el influjo del Espíritu Santo. Así lo han hecho miles de hermanos y hermanas que nos han precedido en la fe y que escogieron esta festividad para recibir el Santo Bautismo.

Posteriormente se vestían con túnicas blancas que simbolizaban la pureza. A ello se debe el nombre de Whitsunday en inglés, para esta fiesta de Pentecostés, en el contexto de la comunidad anglosajona.

En nuestra reflexión destacaremos la acción poderosa del Espíritu de Dios en los diferentes momentos de la historia del pueblo de Israel. Tanto el Antiguo Testamento como el Nuevo nos revelan el plan salvífico bajo la guía del Santo Espíritu.

En Pentecostés, la imagen que nos sitúa en el contexto propio de la fiesta, es la del grupo de discípulos quienes, en compañía de María y otras mujeres, en el aposento alto, reciben el Espíritu Santo en medio de ráfagas de fuertes vientos. Llamas que se posan sobre cada uno de ellos.

Reciben la facultad de hablar en lenguas distintas. Esa es la descripción que se nos ofrece en el capítulo segundo de los Hechos de los Apóstoles.

Viento, fuego y proclamación se convierten en símbolos de la acción renovadora del Espíritu Santo. En el primer Pentecostés, el Espíritu desciende para depositar la semilla del nuevo Pueblo de Dios: la Iglesia. Esta nueva estirpe del Espíritu lleva consigo la proclamación de la gloriosa resurrección de nuestro Señor Jesucristo.

En Pentecostés podemos afirmar que el Espíritu Santo irrumpe en la historia con los mismos atributos que nos muestra en el Antiguo Testamento. Esta vez el género humano se une y se renueva con el fresco anuncio de la Resurrección. Hombres y mujeres se ven libres de barreras raciales, sociales y hasta lingüísticas, para experimentar una nueva era. Esta vez las lenguas no son motivo de confusión como en la construcción de la torre de Babel. Por el contrario, judíos y no judíos escuchan al mismo tiempo la verdad sobre Cristo Resucitado.

Como discípulos y discípulas de Cristo, esta fiesta de Pentecostés es el momento de recibir el vigoroso soplo renovador del Espíritu Santo. Hoy como ayer nuestro corazón debe arder en deseos de proclamar la construcción de un mundo en el que los seres humanos seamos más solidarios, en el que se acepte y escuche a toda criatura humana con sus dones particulares.

Que esta fiesta nos ofrezca también la oportunidad propicia para orar por los obispos, sacerdotes y laicos, que ejercen liderazgo en la iglesia local y universal. Que ofrezcan ejemplo de discipulado y de servicio.

Que una vez más el Espíritu Santo irrumpa en nuestras vidas, con viento renovador y con verdadero ardor, para llevar a cabo la acción evangelizadora en cada rincón de la tierra donde la Iglesia proclama a Cristo resucitado.

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