Ascensión, Pentecostés y Trinidad
Por Mons. David Andrés Álvarez, obispo de la Iglesia Anglicana de Puerto Rico.
En seguimiento del significado teológico, espiritual y pastoral de la festividad de la Resurrección del Señor, los invito a reflexionar sobre las celebraciones de la Ascensión, Pentecostés y la Santísima Trinidad.
Éstas son igualmente importantes que la fiesta de la Pascua. Los relatos sobre la Ascensión que encontramos en San Marcos 16:15-19, San Lucas 24:50-51 y en Hechos 1:3-11, nos testifican ese acto poderoso de Dios, al igual que la Resurrección, ya que en ambas se nos señala hacia nuestro destino final como hijos e hijas de Dios. La afirmación de la Ascensión la expresamos también en nuestra declaración de fe en los credos, como una forma de expresar esa nueva realidad de la humanidad resucitada en Jesús.
No es una “elevación” en el sentido del tiempo y espacio que nosotros y nosotras experimentamos. Es un retorno a la fuente de todo lo que es.
Esta festividad, junto a la de Todos los Santos, tiene tal trascendencia que se celebra en su día propio del Jueves de la Ascensión y en la siguiente dominica, conocida como Domingo de la Ascensión. La festividad cae en los cuarenta días de la Resurrección, dentro de los cincuenta días del tiempo pascual que concluye con la fiesta de Pentecostés.
Es, a igual que la Resurrección, una festividad de la glorificación y exaltación de Cristo por el Padre. Su cuerpo humano, transfigurado y transformado en Cuerpo Espiritual, adquiere la naturaleza de Áquel “por quien todo fue hecho” y la divinidad plena antes de la Encarnación. Es entonces ocasión de esperanza, porque es primicia de nuestra humanidad redimida y transformada con Dios. Es nuestra ascensión para dejar de mirar solamente las cosas terrenas y mirar las del cielo, como dice el Apóstol San Pablo: “con Cristo resucitado y Ascendido por nuestra incorporación en su muerte y Resurrección, también ascendemos de “fortaleza en fortaleza en la vida del perfecto servicio”, como reza el Libro de Oración Común.
Esa promesa es ratificada en Pentecostés, es decir, a los cincuenta días de la Pascua con su origen en Éxodo 34:22, en recuerdo de la Alianza del Sinaí. El poderoso relato de Hechos 2: 1-4 se comenzó a celebrar como una festividad litúrgica para el siglo II y adquirió la importancia que tiene por unidad de significado entre la Resurrección, la Ascensión y la ratificación de la promesa e identidad del Señor que dio a los apóstoles, discípulos y las santas mujeres, incluyendo a la santísima Virgen María, la compresión total de lo que habían experimentado con Jesús encarnado y en la Resurrección.
Esa completa comprensión y entendimiento del plan de salvación de Dios, iniciado desde Abraham, ahora es patente y da a aquella comunidad temerosa, los dones del Espíritu Santo, y el valor para salir a proclamar la Buena Nueva, es decir, el Evangelio, hasta las últimas consecuencias del martirio por casi tres siglos, Y es el mismo llamado, ministerio y entrega que hoy se requiere de nosotros como los actuales testigos que hemos recibido después del Bautismo, la Confirmación y la participación en la Santa Eucaristía.
Ello nos lleva a la afirmación de la totalidad de la verdad de Dios en lo que llamamos la Santísima Trinidad.
Ésta es la más profunda expresión de nuestra fe cristiana mediante la revelación desde el comienzo de la creación hasta la “parusia” o manifestación de la gloria de Dios al final de los tiempos. Este dogma nos presenta, para culminar el plan de salvación en Cristo, comenzado en la Encarnación, como una realidad y verdad más allá de nuestra capacidad intelectual y humana, por nuestro Dios que nos conoce y ama mucho más profundamente y perfectamente de lo que podamos desear y pensar.
Por Mons. David Andrés Álvarez, obispo de la Iglesia Anglicana de Puerto Rico.
En seguimiento del significado teológico, espiritual y pastoral de la festividad de la Resurrección del Señor, los invito a reflexionar sobre las celebraciones de la Ascensión, Pentecostés y la Santísima Trinidad.
Éstas son igualmente importantes que la fiesta de la Pascua. Los relatos sobre la Ascensión que encontramos en San Marcos 16:15-19, San Lucas 24:50-51 y en Hechos 1:3-11, nos testifican ese acto poderoso de Dios, al igual que la Resurrección, ya que en ambas se nos señala hacia nuestro destino final como hijos e hijas de Dios. La afirmación de la Ascensión la expresamos también en nuestra declaración de fe en los credos, como una forma de expresar esa nueva realidad de la humanidad resucitada en Jesús.
No es una “elevación” en el sentido del tiempo y espacio que nosotros y nosotras experimentamos. Es un retorno a la fuente de todo lo que es.
Esta festividad, junto a la de Todos los Santos, tiene tal trascendencia que se celebra en su día propio del Jueves de la Ascensión y en la siguiente dominica, conocida como Domingo de la Ascensión. La festividad cae en los cuarenta días de la Resurrección, dentro de los cincuenta días del tiempo pascual que concluye con la fiesta de Pentecostés.
Es, a igual que la Resurrección, una festividad de la glorificación y exaltación de Cristo por el Padre. Su cuerpo humano, transfigurado y transformado en Cuerpo Espiritual, adquiere la naturaleza de Áquel “por quien todo fue hecho” y la divinidad plena antes de la Encarnación. Es entonces ocasión de esperanza, porque es primicia de nuestra humanidad redimida y transformada con Dios. Es nuestra ascensión para dejar de mirar solamente las cosas terrenas y mirar las del cielo, como dice el Apóstol San Pablo: “con Cristo resucitado y Ascendido por nuestra incorporación en su muerte y Resurrección, también ascendemos de “fortaleza en fortaleza en la vida del perfecto servicio”, como reza el Libro de Oración Común.
Esa promesa es ratificada en Pentecostés, es decir, a los cincuenta días de la Pascua con su origen en Éxodo 34:22, en recuerdo de la Alianza del Sinaí. El poderoso relato de Hechos 2: 1-4 se comenzó a celebrar como una festividad litúrgica para el siglo II y adquirió la importancia que tiene por unidad de significado entre la Resurrección, la Ascensión y la ratificación de la promesa e identidad del Señor que dio a los apóstoles, discípulos y las santas mujeres, incluyendo a la santísima Virgen María, la compresión total de lo que habían experimentado con Jesús encarnado y en la Resurrección.
Esa completa comprensión y entendimiento del plan de salvación de Dios, iniciado desde Abraham, ahora es patente y da a aquella comunidad temerosa, los dones del Espíritu Santo, y el valor para salir a proclamar la Buena Nueva, es decir, el Evangelio, hasta las últimas consecuencias del martirio por casi tres siglos, Y es el mismo llamado, ministerio y entrega que hoy se requiere de nosotros como los actuales testigos que hemos recibido después del Bautismo, la Confirmación y la participación en la Santa Eucaristía.
Ello nos lleva a la afirmación de la totalidad de la verdad de Dios en lo que llamamos la Santísima Trinidad.
Ésta es la más profunda expresión de nuestra fe cristiana mediante la revelación desde el comienzo de la creación hasta la “parusia” o manifestación de la gloria de Dios al final de los tiempos. Este dogma nos presenta, para culminar el plan de salvación en Cristo, comenzado en la Encarnación, como una realidad y verdad más allá de nuestra capacidad intelectual y humana, por nuestro Dios que nos conoce y ama mucho más profundamente y perfectamente de lo que podamos desear y pensar.
(Tomado de la revista Credo Pentecostés 2009)
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